Los malos no te hacen bueno.
Pero te dan fueros para ser provisoriamente inmune a las secuelas de tus propias trastadas y vilezas.
El miedo cívico y social a los malos te conecta a un pulmotor de tiempo y te inocula una poción considerable de tolerancia oxigenada; te arropa cuando cometés errores gruesos y pecados vergonzosos, e incluso te sostiene cuando bailás sobre el abismo.
Es la hormona política del mal menor, que circula por el sistema sanguíneo del votante un buen rato, y que parcialmente lo ciega o anestesia.
Aunque, claro está, tarde o temprano esa dulce sustancia de la negación también se diluye y deja paso a la manifestación más cruda de la enfermedad latente; el mar se retira entonces y los escombros de la chantada y la mala fe quedan expuestos a cielo abierto.
Es cuando ni los malos salvan a los buenos de su propia crueldad e inepcia.
Ocurre en estas épocas dicotómicas y maniqueas, y le pasa a cualquier gobierno de facción, y me temo que seguirá sucediendo en el futuro, puesto que no se trata de un síndrome político, sino de un acto reflejo de la condición humana.
La izquierda tirapiedras y los trogloditas del estatismo feudal y la emisión descontrolada son hoy los eficaces espantapájaros del camposanto argento: cuanto más asomen y actúen, más crédito recibirá su maltrecho enemigo.
Esa comparación, ese contraste básico, es el gran chaleco antibalas con el que todavía cuenta Javier Milei.
Pero el blindaje de estas últimas semanas empezó a derretirse por distintas razones y, aunque todavía no son mortíferas, las balas comenzaron a picar cerca y a perforar superficialmente la coraza..